No hay documento más violado y deslegitimado en la práctica contemporánea que la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Como señaló Hannah Arendt, el drama de los refugiados en el siglo XX reveló la paradoja central: los llamados “derechos del hombre” solo se reconocen en tanto derechos del ciudadano. Una vez despojado de su pertenencia política, el individuo queda reducido a mera existencia biológica, a lo que Giorgio Agamben denominó nuda vida.
En este marco, la desnudez de ser solamente humano se convierte en la condición más precaria: la del extranjero sin documentos, el migrante rechazado, el apátrida. No es casual que Bauman hable de una “mixofobia” que caracteriza a las sociedades actuales: el temor a mezclarse con la alteridad, que lleva a levantar muros físicos y simbólicos frente a quienes ponen en cuestión la homogeneidad imaginaria de las naciones.
La economía global, lejos de atenuar estas tensiones, las intensifica. Los cuerpos sin ciudadanía son percibidos como sobrantes, prescindibles, incluso peligrosos. En este sentido, los “espacios interdictores” que excluyen y confinan a estas poblaciones (campos de detención, fronteras militarizadas, dispositivos de deportación) constituyen la evidencia de que la Declaración de 1948 es hoy menos una garantía universal que un archivo dañado, incapaz de proteger a quienes encarna en su figura idealizada: el ser humano como tal.
Así, la desnudez humana no aparece como condición originaria de dignidad, sino como signo de desposesión y vulnerabilidad extrema, en donde la promesa universal de derechos se desvanece.
En este contexto, la cuestión ya no es solo jurídica o política, sino ética. Como recordaba Nietzsche, la responsabilidad es la capacidad de sostener una promesa. Responsabilidad es com-promiso: prometerse con… el otro. En un mundo donde la desnudez de lo humano expone la vulnerabilidad extrema, el único derecho que puede fundar los demás es la fidelidad a ese compromiso: sostener la promesa de humanidad en común
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