Hay algo que me inquieta cada vez que escucho frases como “gestiona tus emociones”, “invierte en ti”, o “esta relación no me sale rentable”.
Lo escucho en redes, en conversaciones cotidianas, en consultas terapéuticas. Y confieso que cada vez que aparece ese lenguaje, algo en mí se tensiona.
Lo emocional se está hablando —y viviendo— como si fuese dinero.
Y siento que ahí perdemos algo esencial.
Quiero compartir aquí una reflexión personal, nacida de mi práctica clínica, de mi convivencia con pacientes, con grupos, con mis propias incertidumbres. Porque detrás de esa manera de nombrar lo interno hay una forma de vivirlo, y a veces esa forma nos aleja justamente de lo que necesitamos mirar.
Cuando el mercado entra en lo íntimo
Convertir la vida emocional en un balance de entradas y salidas puede sonar práctico, incluso moderno.
Pero en mi experiencia clínica, cuando las emociones se vuelven “capital”, “activos” o “riesgos”, lo que se empobrece no es la emoción: es la persona.
Una paciente me dijo una vez:
“Estoy intentando gestionar mi tristeza, pero no puedo”.
Y le respondí, casi sin pensarlo:
“Quizá la tristeza no quiere ser gestionada. Quizá quiere ser escuchada”.
Ese es el problema: cuando tratamos las emociones como recursos, olvidamos que son mensajes.
No están ahí para rendir.
Están ahí para decir algo.
La trampa de la ‘gestión emocional’
No tengo nada contra la organización interna, el autoconocimiento o la capacidad de regularse.
Trabajo con eso todos los días.
Pero una cosa es poder nombrar lo que siento, y otra muy distinta es sentirme obligado a rendir emocionalmente.
Veo cada vez más personas agotadas por intentar ser “inteligentes emocionalmente”, como si la tristeza fuera un fallo del sistema, la angustia un error de cálculo o la rabia un gasto innecesario.
El mandato silencioso parece ser:
“Siente, pero no demasiado, no muy fuerte, no muy largo. Que no afecte tu productividad.”
Cuando el sufrimiento se convierte en un obstáculo que hay que eliminar rápidamente, dejamos de preguntarnos lo esencial:
¿Qué me quiere decir esto que siento?
No todos nacemos con el mismo “capital emocional”
Otra cosa que observo en consulta es que este lenguaje financiero es profundamente injusto.
Habla como si todos partiéramos del mismo lugar, como si cualquiera pudiera “invertir en sí mismo” con suficiente voluntad.
Pero quienes han crecido rodeados de cuidado parten desde un sitio muy diferente de quienes crecieron rodeados de silencio, violencia o abandono.
No es simplemente “mala gestión emocional”.
Es historia.
Es biografía.
Es vínculo.
Reducir esas diferencias a un problema de “habilidades emocionales” es borrar la complejidad humana, y en cierta forma, culpabilizar a quien ya llega con el alma cansada.
El peligro de medir lo que no debe medirse
El amor no es rentable.
La amistad no es rentable.
La intimidad no es rentable.
Y está bien que así sea.
Porque en el fondo, si una relación se convierte en un balance de pérdidas y ganancias, lo que se pierde primero es la presencia real del otro.
Una relación no es una transacción: es un proceso.
Un proceso lleno de zonas grises, silencios, avances, retrocesos, aprendizajes y bordes.
Cuando el lenguaje financiero entra en el territorio del vínculo, lo que se pauperiza no son los vínculos, sino nuestra capacidad de habitarlos.
Volver al lenguaje humano
No propongo eliminar todas las metáforas financieras. A veces ayudan.
Pero sí invito —desde mi práctica y desde mi propia vida— a recuperar un lenguaje más humano para hablar de lo que nos pasa por dentro.
Un lenguaje donde sentir no sea un error.
Y donde la emoción no sea un activo, sino una expresión.
Podemos volver a palabras como:
cuidado, escucha, presencia, vínculo, disponibilidad, profundidad, deseo, herida.
Porque lo emocional no se gestiona:
se atraviesa.
Se habita.
Se acompaña.
Y al final, la pregunta que más me importa no es si estás “gestionando bien” tus emociones, sino otra, más honesta y más humana:
¿Te estás permitiendo escucharlas?
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