17 de noviembre de 2025

Cuando las emociones se convierten en números: una reflexión personal sobre el lenguaje financiero aplicado a lo humano


Hay algo que me inquieta cada vez que escucho frases como “gestiona tus emociones”, “invierte en ti”, o “esta relación no me sale rentable”.

Lo escucho en redes, en conversaciones cotidianas, en consultas terapéuticas. Y confieso que cada vez que aparece ese lenguaje, algo en mí se tensiona.

Lo emocional se está hablando —y viviendo— como si fuese dinero.
Y siento que ahí perdemos algo esencial.

Quiero compartir aquí una reflexión personal, nacida de mi práctica clínica, de mi convivencia con pacientes, con grupos, con mis propias incertidumbres. Porque detrás de esa manera de nombrar lo interno hay una forma de vivirlo, y a veces esa forma nos aleja justamente de lo que necesitamos mirar.

Cuando el mercado entra en lo íntimo

Convertir la vida emocional en un balance de entradas y salidas puede sonar práctico, incluso moderno.
Pero en mi experiencia clínica, cuando las emociones se vuelven “capital”, “activos” o “riesgos”, lo que se empobrece no es la emoción: es la persona.

Una paciente me dijo una vez:
“Estoy intentando gestionar mi tristeza, pero no puedo”.
Y le respondí, casi sin pensarlo:
“Quizá la tristeza no quiere ser gestionada. Quizá quiere ser escuchada”.

Ese es el problema: cuando tratamos las emociones como recursos, olvidamos que son mensajes.
No están ahí para rendir.
Están ahí para decir algo.

La trampa de la ‘gestión emocional’

No tengo nada contra la organización interna, el autoconocimiento o la capacidad de regularse.
Trabajo con eso todos los días.
Pero una cosa es poder nombrar lo que siento, y otra muy distinta es sentirme obligado a rendir emocionalmente.

Veo cada vez más personas agotadas por intentar ser “inteligentes emocionalmente”, como si la tristeza fuera un fallo del sistema, la angustia un error de cálculo o la rabia un gasto innecesario.

El mandato silencioso parece ser:
“Siente, pero no demasiado, no muy fuerte, no muy largo. Que no afecte tu productividad.”

Cuando el sufrimiento se convierte en un obstáculo que hay que eliminar rápidamente, dejamos de preguntarnos lo esencial:
¿Qué me quiere decir esto que siento?

No todos nacemos con el mismo “capital emocional”

Otra cosa que observo en consulta es que este lenguaje financiero es profundamente injusto.
Habla como si todos partiéramos del mismo lugar, como si cualquiera pudiera “invertir en sí mismo” con suficiente voluntad.

Pero quienes han crecido rodeados de cuidado parten desde un sitio muy diferente de quienes crecieron rodeados de silencio, violencia o abandono.
No es simplemente “mala gestión emocional”.
Es historia.
Es biografía.
Es vínculo.

Reducir esas diferencias a un problema de “habilidades emocionales” es borrar la complejidad humana, y en cierta forma, culpabilizar a quien ya llega con el alma cansada.

El peligro de medir lo que no debe medirse

El amor no es rentable.
La amistad no es rentable.
La intimidad no es rentable.
Y está bien que así sea.

Porque en el fondo, si una relación se convierte en un balance de pérdidas y ganancias, lo que se pierde primero es la presencia real del otro.
Una relación no es una transacción: es un proceso.
Un proceso lleno de zonas grises, silencios, avances, retrocesos, aprendizajes y bordes.

Cuando el lenguaje financiero entra en el territorio del vínculo, lo que se pauperiza no son los vínculos, sino nuestra capacidad de habitarlos.


Volver al lenguaje humano

No propongo eliminar todas las metáforas financieras. A veces ayudan.
Pero sí invito —desde mi práctica y desde mi propia vida— a recuperar un lenguaje más humano para hablar de lo que nos pasa por dentro.

Un lenguaje donde sentir no sea un error.
Y donde la emoción no sea un activo, sino una expresión.

Podemos volver a palabras como:
cuidado, escucha, presencia, vínculo, disponibilidad, profundidad, deseo, herida.

Porque lo emocional no se gestiona:
se atraviesa.
Se habita.
Se acompaña.

Y al final, la pregunta que más me importa no es si estás “gestionando bien” tus emociones, sino otra, más honesta y más humana:

¿Te estás permitiendo escucharlas?

29 de agosto de 2025

Recuperar la humanidad

No hay documento más violado y deslegitimado en la práctica contemporánea que la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Como señaló Hannah Arendt, el drama de los refugiados en el siglo XX reveló la paradoja central: los llamados “derechos del hombre” solo se reconocen en tanto derechos del ciudadano. Una vez despojado de su pertenencia política, el individuo queda reducido a mera existencia biológica, a lo que Giorgio Agamben denominó nuda vida.

En este marco, la desnudez de ser solamente humano se convierte en la condición más precaria: la del extranjero sin documentos, el migrante rechazado, el apátrida. No es casual que Bauman hable de una “mixofobia” que caracteriza a las sociedades actuales: el temor a mezclarse con la alteridad, que lleva a levantar muros físicos y simbólicos frente a quienes ponen en cuestión la homogeneidad imaginaria de las naciones.

La economía global, lejos de atenuar estas tensiones, las intensifica. Los cuerpos sin ciudadanía son percibidos como sobrantes, prescindibles, incluso peligrosos. En este sentido, los “espacios interdictores” que excluyen y confinan a estas poblaciones (campos de detención, fronteras militarizadas, dispositivos de deportación) constituyen la evidencia de que la Declaración de 1948 es hoy menos una garantía universal que un archivo dañado, incapaz de proteger a quienes encarna en su figura idealizada: el ser humano como tal.

Así, la desnudez humana no aparece como condición originaria de dignidad, sino como signo de desposesión y vulnerabilidad extrema, en donde la promesa universal de derechos se desvanece.

En este contexto, la cuestión ya no es solo jurídica o política, sino ética. Como recordaba Nietzsche, la responsabilidad es la capacidad de sostener una promesa. Responsabilidad es com-promiso: prometerse con… el otro. En un mundo donde la desnudez de lo humano expone la vulnerabilidad extrema, el único derecho que puede fundar los demás es la fidelidad a ese compromiso: sostener la promesa de humanidad en común

17 de diciembre de 2024

Vínculo y Espontaneidad Trabajada: la fragilidad del otro que soy yo


Conferencia presentada en el XX Congreso de Acompañamiento Terapéutico en Buenos Aires, 2024

¿Quién es el otro?

Esta es una pregunta fundamental en toda relación terapéutica. Preguntarnos quién es el otro, lejos de ser una mera cuestión conceptual, es el inicio de cualquier encuentro humano profundo. Pero cuando nombramos al otro, cuando lo definimos, inevitablemente entramos en una dinámica de poder. Al etiquetar, al describir, fijamos una identidad, tal vez limitando la posibilidad de que esa persona sea algo más que lo que nosotros percibimos. Y esto nos lleva a una reflexión clave: ¿cómo podemos ser nosotros, quienes acompañamos, el otro?

Aquí quiero detenerme en el concepto de hospitalidad que desarrolla Jacques Derrida. Derrida nos invita a ver al terapeuta como un invitado en la vida del otro. No llegamos como dueños, no nos imponemos como guías que todo lo saben. Somos, en esencia, invitados. Entramos en el mundo de nuestros pacientes con cuidado, con respeto, sabiendo que ese espacio no es nuestro. Desde esta perspectiva, acompañar es aceptar que, en cada sesión, también somos el otro. Nos transformamos, somos acogidos, somos parte de una experiencia compartida.

Esta reflexión nos lleva a una cuestión más profunda: ¿quiénes somos nosotros cuando acompañamos? ¿Es nuestra identidad fija, estable, inmutable? Aquí las teorías psicológicas nos ofrecen dos caminos.

Donald Winnicott, un referente en la teoría psicoanalítica, hablaba del verdadero self. Para Winnicott, cada persona tiene en su interior un núcleo auténtico, un yo esencial que busca expresarse libremente. Este verdadero self es lo que nos da estabilidad y coherencia. En el proceso terapéutico, ayudamos a las personas a contactar con ese self genuino, a despojarse de las máscaras que la vida les ha impuesto.

Pero, por otro lado, tenemos una visión diferente, y es aquí donde las ideas de Jacob Levy Moreno nos invitan a pensar el yo de una manera más plural. Según ellos, el yo no es una entidad fija, sino que está compuesto por múltiples personajes. No somos un solo ser, somos un conjunto de identidades que interactúan entre sí. Tenemos un parlamento interno de personajes que luchan por llegar a ser voz, una metáfora que me parece poderosa. Dentro de nosotros hay un grupo de voces, de personajes que toman la palabra en función del contexto, de las relaciones, de la situación.

Cuando nos encontramos con el otro, no es simplemente un diálogo entre dos personas. En realidad, es un encuentro entre grupos. Mi parlamento interno se encuentra con el parlamento interno del otro, y juntos negociamos, dialogamos, co-creamos una nueva realidad. La riqueza de este encuentro radica en la multiplicidad. Somos seres múltiples, y es en esa pluralidad donde reside nuestra verdadera capacidad de adaptación y cambio.

Pero, ¿qué sucede cuando nos aferramos a un solo personaje? Aquí entra el concepto de rigidez. Ser rígido es quedarse atrapado en una única identidad, en un solo rol. Y esto no solo ocurre en nuestros pacientes, sino también en nosotros como acompañantes. La rigidez nos impide ver más allá, nos limita en nuestra capacidad de respuesta.

Frente a esta rigidez, Moreno y Salvador Minuchin nos proponen un antídoto: la espontaneidad. Minuchin, en el primer capítulo de su libro Técnicas de Terapia Familiar, titula precisamente "Espontaneidad". Porque la espontaneidad es la capacidad de moverse entre personajes, de cambiar de rol según lo requiera la escena. No se trata de ser improvisados o inconstantes, sino de tener la flexibilidad suficiente para adaptarnos a lo que el otro necesita de nosotros en cada momento.

La espontaneidad nos libera de la rigidez. Nos permite ser múltiples, pero de manera auténtica. Nos ofrece la posibilidad de cambiar de personaje, de abrazar la multiplicidad de nuestro ser y, al mismo tiempo, acompañar al otro en su propio proceso de transformación.

Acompañar no es simplemente estar. Es ser en movimiento, en transformación, en constante diálogo con el otro. Es saber que, en cada encuentro, somos y seremos distintos. Y tal vez, la clave de una relación terapéutica efectiva radica en nuestra capacidad de ser flexibles, de ser espontáneos, de habitar esa multiplicidad que nos constituye, sin perder nunca de vista quién es el otro y quiénes somos nosotros en relación con él.

Gracias.